jueves, 23 de marzo de 2017

JAIME CABOT BUJOSA

A JAIME QUE ESTÁ EN EL CIELO


Cuando hace días mi amigo Carballo me pidió unas letras sobre ti, -¿qué podría yo decir de don Jaime, para la posible edición de un libro homenaje?-,  me vino al corazón aquello de Quevedo: Hálleme agradecido y no asustado. Porque si bien nunca he recelado  hablar bien de personas que siempre he retenido en mi corazón agradecido, tratándose de ti, Jaime, más todavía siento el gozo de poder rememorar tu excelencia humana. Sí, porque siempre has sido para mí la medida del corazón humano. Y, a la par, hacer memoria de tu no menos grandeza ascética. ¡Un referente sacerdotal, digno de ser emulado! Por ello, aunque parezca fruslería por mi parte, quiero evocar en breves líneas algunos rasgos de tu vida que tanto impresionaron a mis años de joven y de adulto.
Me llevabas muchos años, pero siempre fuiste para mí-¿y para quién no?- brote de tinte primaveral. Fuiste camino de mi alma “fuguillas”. Y me resultabas inmensamente “especial”… Cuando en la capilla nos anunciaban que “don Jaime estaba en el confesionario”, allá corría junto a la riada de compañeros. Tus oídos atentos a mis naderías, tus palabras acertadas como silbos amorosos y tu media sonrisa de complacencia… todo me invitaba a asociarme a la paz interior que trasmitías. Y hasta como profesor de la aritmética de entonces,  me hiciste gustar los números, muy a pesar mío, pues no iba yo para matemático.
Con las lógicas diferencias que los tiempos imponen, también de mayor, ya como educador en el Seminario Menor, tu mesura se infiltró dulcemente en mi vida. Sentía ilusión de hablar contigo, hombre de locución breve y de gestos extremadamente amables, sobre todo cuando coincidíamos en el refectorio y, entonces, me notabas contrariado por cualquier  minucia sufrida con los alumnos. ¡Cuántas veces me sentía azotado por un haz de pequeñeces, que tu acertada palabra de ánimo y discreta sonrisa me hacían superar!  ¡Y más tarde, lo mismo! Como cuando, a mi vuelta de Lyon, pasé por Mondoñedo para conocer y entrevistarme con el Obispo Gea, te interesaste por mí y mi futuro inmediato.  Tuvimos un encuentro tú y yo altamente humano. Tus palabras inundaron musicalmente mi corazón, anegado ya en profunda crisis de identidad ministerial. Noté que te traicionaba  un hilo de lágrimas resbalando levemente por tu rostro, cuando te di a conocer mi firme decisión de secularizarme.
Se dice que cuando el silencio irrita, llega a desconcertar, pero nunca fue ése tu caso. Tu presencia, por veces silenciosa y siempre prudente, conciliaba. Tus silencios, ciertamente, contenían una fuerte carga comunicativa. Y tu frágil figura danzarina, tropezando alegremente con tu sotana, envolvía fructuosa reserva de entrega fraterna;  y el revoloteo de tus dedos, casi fuera de las manos, como al compás de tu solidaridad,  era todo un icono de preciado valor.
 Siendo yo unos años sacristán en el Seminario, gocé la suerte de sorprenderte muchas veces hincado de rodillas con tu mirada perdida en el sagrario y la luz tenue del lampadario bañando el gesto íntimo de tu rostro. ¡Todo un hombre de Dios! me decía aquella estampa de pureza mística. No en vano, por gracia divina, fuiste fiel orfebre manejando a la perfección el buril de tu profunda  espiritualidad.
Fuiste hombre adornado providencialmente de una exquisita humildad. Sabías mucho y lo disimulabas mucho más con tus medidas palabras, sin sobresalto, ante cualquier conversación llevada a cabo por quienes compartíamos el gozo de formar parte de un equipo muy unido de formadores y profesores del Seminario.
Supe de tu dedicación a los enfermos e indigentes por mis contactos catequéticos en el barrio de Los Molinos. Cuando te enterabas de una necesidad, te sobraba tiempo para acelerar tus pasos por aquellas callejuelas.  Tu dinero dejaba de ser tuyo. Tu palabra de consuelo abonaba el corazón de familias dolidas. Y tus lágrimas asomaban felices. Un recuerdo imborrable para mí, fueron tus ojos humedecidos ante personas desahuciadas, cuyos nombres, sin duda, están ya escritos en el mismo Cielo que tú habitas.
La clave de tu vida fue, pues, la solidaridad. Fue tu evangelio encarnado. Sí, tu  idea-bandera no era otra que el compromiso con los desfavorecidos, donde no dejabas espacio a la frivolidad de consideraciones meramente altruistas, sino a tu fe que traslucía esa chispa divina, de la que hablaba Thomas Merton. Y, según me cuentan, así has perseverado hasta el final de tus días.
En mi “éxodo”, me enteré de tu nombramiento de “Prelado de Cámara de su Santidad”. Un reconocimiento, por demás, bien merecido a tu trayectoria sacerdotal. Aunque, si te soy sincero, no me fue de mi agrado. Creí en aquel momento que supondría para ti una ofensa a tu humildad evangélica. Y sentí como si fuera para tu vida un estímulo innecesario metido con calzador en papel couché, que nunca reclamó tu alma inmensamente llana. Me imagino que tal aceptación fue para ti un acto más de humildad.
Otro tanto diría yo de esa solicitud  agradecida de quienes  piden tu canonización. Ya el sabio pueblo llano, que mejor te ha conocido, te había proclamado en vida bienaventurado. Personalmente, no necesito la parafernalia litúrgica de la beatificación para acudir a ti en oración, convencido de que el buen Dios escuchará mis ruegos a través de tu fraterna intercesión.
En cualquier caso, es una opinión muy subjetiva que la someto a las palabras de Pascal, cuando hablaba de que un error visto desde los Pirineos para allá, podría ser menos error de los Pirineos para acá…
Termino, querido Jaime. Cuando recibí  la noticia de tu fallecimiento, ya estabas en situación de gozo pascual eterno junto al buen Dios. Y yo liado en mi Facultad.  Me enteré  tarde, y, en palabras del poeta, “se me rompió la vida entre mis dedos”. Sentí mucho no poder acompañarte en tu feliz tránsito al Padre. Pero hoy en el horizonte de tu santa lejanía, habrás visto cuánto te echo de menos… En esa otra orilla sé que seguirás rezando por mí y por cuantos seguimos en la lucha de cada día. Por eso, desde la nostalgia de mi finitud  pegada a la tierra, brindo por tu gozo en ese estado infinito que alimenta mi esperanza en el más allá.
Mientras tanto, permíteme que tu nombre lo grabe en la corteza de mis versos, cual firma de enamorado, con el deseo más profundo de que las huellas que dejaste en mi orilla no las borren las olas del tiempo.
                 
SONETO

Aires de eternidad mi fe respira,
y en mi sombra no llora la fontana,
pues tu mirada me habla bien cercana,
y tu sonrisa a mí llega, y no expira.

Es la belleza de tu alma quien tira
de este bohemio de larga vida arcana.
Sobre tus huellas, Jaime, color grana,
mi noche se vuelve clara. Y es lira.

Y es nieve que esconde peñas y riscos,
nieve de  pura y cristalina agua.
Y es brisa que colma todas mis horas,

horas ganadas a los muchos ciscos
de esas noches humanas,  donde fragua
y crisol las tornan en soñadoras.



1 comentario:

  1. Tuve la gran suerte de ser amigo de Jaime Cabot Bujosa. Soy mallorquín como él. Jaime Cabot era, a la vez, mallorquín y mindoniense. Me ha emocionado mucho leer las letras que le has dedicado con tanto cariño. Creo que ya tendría que haber salido, hace tiempo, un libro homenaje dedicado a Jaime Cabot. Si no hay nada en marcha no lo podriamos escribir entre los amigos?

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