(Lc.19, 28-40)
Maestro, has tenido
el arrojo de subir a Jerusalén,
y abrir la
puerta que abre tu aparente derrota.
No entras con la
ostentación de vencedor,
sino cabalgando
sobre un borriquillo
en paz y júbilo,
a la cabeza de
tus discípulos.
Mantos por
tierra y gritos en el aire...
Mientras,
de entre la
gente, la cizaña te ve derrotado.
Y hasta te exige
silencio,
en un intento
por desbaratar tus planes.
Haciendo el bien,
recorriste
Galilea, Samaria y Judea.
Y, sin embargo, un
trágico final te espera
desde el olivo
hasta el madero,
en tu Ciudad Santa,
¡la cuna de la religión!
Pero la derrota
no es tu identidad. Las piedras
gritarían…
Tu sello es el
cumplimiento de la gloria del Padre
que se
desparrama entre el cielo y la tierra,
en favor de los derrotados
y débiles de este mundo.
¿Derrotado Tú,
fiel nazareno?
Entra, sí, entra
en Jerusalén
invictamente,
que en pocos
días se rasgará su templo,
en el triunfo definitivo
de tu amor.
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