lunes, 25 de junio de 2012

¿QUIÉN ES?

A dos amigos obispos
que se lanzaron a remar, felizmente.




¿Pero quién es éste?...
(Lc.4, 35-40)


Cae la noche, Señor,
y nos impones la extraña travesía,
rumbo a la otra orilla, recostado Tú en popa,
como ausente de la historia, dormido…
y nosotros, felices, remando, al son de tu oportuno sueño,
instalados en la gran calma.

¡A remar, avezados pescadores! Es tu santo y seña.
La otra orilla, tierra de paganos, de escépticos. Misión,
lejos de las comodidades de nuestra ribera,
lejos de la seguridad de nuestras liturgias,
y su belleza de bendiciones, mitras, inciensos.

Embarcarse. Fe que se lanza contra todo miedo
y su muerte. Navegar,
darse de bruces con el huracán y las altas olas,
imprevisiblemente,
hasta poner en peligro la barca de nuestros espejismos.
Bloquear
nuestros  afanes de calma e inmovilismo.

¿A remar?
¡Por qué soltaríamos las amarras, Señor,
con lo a gusto que estábamos en la propia orilla,
mecidos por el vaivén juguetón de las pequeñas olas,
en feliz subsistencia, sin quebrantos,
sin las complicaciones de la vida!

¿Nos hundimos?  
No por que sigas en nuestra popa, disimuladamente despistado,
No. Perecemos porque confiamos demasiado, sin tapujos,
en nuestro propio pelaje de lobos de mar.

¿Nos tienta el miedo?  
Lógico. Ocupados en nuestro futuro incierto,
no hemos aprendido aún a mirar al cabezal de popa.
Nos muerde el miedo a la verdad, y a la libertad,
y a la audacia, y a los riesgos…
Miedo, incluso a Ti, Maestro, que disimulas tus sueños, miedo
a despertarte, por temor a tus reproches.
Miedo a tu insistencia… Remar y remar a la otra orilla
donde está la humanidad gritándonos con dolores de parto.

¿Y nos reprochas?
¡Cómo no, Señor! Si impedimos,
desde la quietud perezosa de nuestra rutina,
la reconstrucción de un mundo más humano, más justo.

Tú que no duermes,  despiértanos ya
de nuestros sueños de grandezas. Despiértanos, si,
a nosotros
que dormimos en las popas y proas de nuestros hermanos,
paralizados ellos a causa de nuestros silencios estériles.
Danos la fuerza, Señor Galileo, de arribar a la otra orilla,
de salir a sus calles y anunciarte a Ti,
sin miedo a las tormentas de los mares y de las tierras…






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